Los peinados altísimos eran la última moda en el siglo XVIII, y la gente se curraba un montón el mantener esas torres capilares en su sitio. ¿El secreto? Una pomada densa hecha de grasa de cerdo u oveja, untada en el pelo como si fuera gomina moderna.
Pero la parte mala era bastante asquerosa: ¡nada de lavarse el pelo en días!, lo que provocaba olores horribles e incluso infestaciones de insectos. La belleza podía ser atrevida, pero definitivamente no era limpia.
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